Goteras, caos y abandono: el naufragio de la dignidad en el HUCE
La tercera planta del HUCE es hoy el escaparate perfecto del abandono institucional, una metáfora con paredes desconchadas, cubos de plástico alineados como si fueran parte de un protocolo sanitario, y techos que llueven sin necesidad de nubes. Lo que debería curar, enferma. Y lo que debería tranquilizar, indigna.
Mire usted, no hace falta haber leído a Cioran para comprender que lo que está pasando en el Hospital Universitario de Ceuta no es una desgracia, sino una humillación con goteras. Que ya es decir. Lo que debería ser templo de curas y alivios se ha transformado en una mala parodia de hospital de guerra. No hablamos de un fallo puntual, ni de una avería inesperada. No. Aquí, se derrumba la dignidad en el HUCE, y con estruendo.
Aquí no se trata de dramatizar, que ya bastante drama hay con solo mirar al techo. Se trata de decir lo que pasa sin ambages ni adornos innecesarios. En Ceuta, la salud pública tiene goteras. Y no goteras simbólicas. Goteras reales, físicas, con su chorrito constante y su eco en los pasillos. Cada gota que cae es un golpe seco a la confianza, un insulto al sentido común.
Y lo peor, lo más infame, es ese silencio administrativo que huele a moho y desinterés. Porque lo saben. Todos lo saben. Desde la dirección hasta el último despacho de la consejería correspondiente. Pero la inacción es la costumbre. La dejadez, la rutina. El abandono se ha institucionalizado.
No hace falta ser ingeniero para entender lo que implica una filtración constante. Suelos mojados, riesgo de caídas, humedades que trepan por los muros como una hiedra perversa. Equipos médicos en peligro. Quirófanos cancelados. Agendas que se reescriben porque el techo se cae. Y eso, querido lector, no es sanidad. Es un bochorno.
Lo más grave, sin embargo, no es lo que se ve, sino lo que se intuye: el riesgo eléctrico latente, ese que podría acabar en chispa, en humo, en desastre. Y entonces sí, cuando el fuego lo haya devorado todo, vendrán los comunicados, los pésames oficiales, los rostros compungidos. Pero será tarde. Como siempre.
Hablemos claro: comprar extintores CO2 no es una concesión, es una obligación. Una de tantas que se están ignorando en el HUCE. Porque no se trata solo de que haya agua cayendo sobre camillas, sino de que no haya medidas de prevención acordes al nivel de riesgo que esto genera. Un hospital sin un plan de contingencia es una trampa mortal. Y hoy, el HUCE parece más una trampa que un refugio.
La seguridad está en coma inducido. La prevención, ausente sin aviso. Y los responsables, parapetados tras papeles y promesas. Se repiten excusas con la misma cadencia con la que gotean los techos: “Estamos estudiando una reforma”, “Hay que esperar al próximo presupuesto”, “No es tan grave”. ¿De verdad no es grave?
Recorrer la tercera planta del HUCE es como participar en una carrera de obstáculos. Hay que esquivar cubos, charcos, zonas acordonadas. Y todo esto bajo la mirada resignada del personal sanitario, que hace milagros en medio del despropósito. Médicos y enfermeros que se deslizan entre goteras y peligros con la misma entereza con la que enfrentan enfermedades. Pero no es su trabajo esquivar el abandono. Su trabajo es salvar vidas, no techos.
Cada cubo colocado es una señal de socorro. Y cada día que pasa sin una intervención seria es una victoria más del desinterés político sobre el bienestar ciudadano.
Este hospital no se está cayendo por falta de tecnología. Ni por culpa de una tormenta excepcional. Se cae por la falta de respeto institucional, por la desidia con la que se ha gestionado su mantenimiento. Y eso es lo que más duele: que se podía haber evitado.
Arreglar un techo no requiere una revolución. Requiere voluntad. Requiere poner al ciudadano en el centro, no a la burocracia. Requiere hacer lo evidente: actuar.
Pero mientras se procrastina desde los despachos, los pacientes siguen ingresados en habitaciones que deberían estar clausuradas. Y cada día que pasa es una ruleta rusa.
La dirección del hospital guarda silencio. La administración sanitaria, más aún. Pero ese silencio no es inocente, es cómplice. Y no hay mayor desprecio que ignorar lo evidente. ¿Hasta cuándo habrá que esperar para que alguien actúe? ¿Qué más tiene que pasar?
Porque esto no va de política, ni de colores, ni de campañas. Esto va de respeto. De dignidad. De garantizar que quien acude al hospital lo hace para curarse, no para enfermar más. Y que quien trabaja allí lo haga con seguridad y no con miedo.
No pedimos techos de oro, ni quirófanos de cristal. Pedimos techos que no se caigan. Instalaciones eléctricas seguras. Y una infraestructura que no parezca sacada de una película de los años cuarenta. Porque, señores, la salud no puede esperar.
Se derrumba la dignidad en el HUCE, sí. Pero aún estamos a tiempo de reconstruirla. De levantarla con hechos, no con comunicados. Con reformas reales, no con informes apilados. Con techos secos, no con discursos mojados.
Y si no lo hacen por convicción, que lo hagan por obligación. Porque cada gota ignorada es una demanda en potencia, un voto perdido, un grito silenciado que tarde o temprano se convertirá en clamor.
La dignidad no se pide, se garantiza. Y en Ceuta, hoy, esa dignidad está en el suelo. Literalmente.