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La seguridad contra incendios en centros educativos: cuestión de vida o muerte
Oiga, no se ande con eufemismos. Aquí no estamos hablando de normativas frías ni de trámites administrativos llenos de sellos y firmas. Estamos hablando de niños. De docentes. De vidas humanas en lugares donde la enseñanza debería ser lo más peligroso del día. Y sin embargo, a la vuelta de cualquier pasillo mal señalizado, tras una puerta sin revisión o bajo un techo sin ignifugar, puede estar esperando el infierno.
En España, y en tantos otros países, se nos llena la boca con palabras como innovación educativa, metodologías activas, inclusión. Todo muy bien. Pero ¿y si un incendio aparece en mitad de una jornada escolar? ¿Cuánto tiempo se gana, o se pierde, cuando la prevención brilla por su ausencia? Porque aquí, señores, no hablamos de teorías. Hablamos de fuego. De humo. De caos.
Es la gran olvidada, sí, pero también es la gran salvadora. La ignifugación es como ese profesor que no grita, pero al que todos respetan. Sabe que su papel no es deslumbrar, sino resistir. Aguantar. Contener. Porque cada minuto que el fuego tarda en devorar un aula puede marcar la diferencia entre una evacuación ordenada y una desgracia mayúscula.
Y ojo, no basta con echarle un spray y listo. No, aquí hacen falta técnicos certificados, materiales homologados, barnices intumescentes de calidad, paneles ignífugos bien instalados y juntas selladas con criterio. Esto no es decoración. Es defensa pasiva. Es trinchera. Y quien no lo entienda, no debería estar al frente de ningún centro educativo.
Cuando el fuego salta, no hay lugar para la poesía. La seguridad contra incendios en centros educativos exige respuestas inmediatas. Detectores de humo que detecten, extintores que apaguen, alarmas que alerten y rociadores automáticos que no se limiten a adornar techos.
Porque, dígamelo usted: ¿de qué sirve tener un extintor si nadie sabe usarlo? ¿De qué sirve una alarma si no está conectada a nada? Esto no va de comprar aparatos. Va de tener un sistema que funcione, que se revise, que se pruebe. Que esté vivo.
Y sí, también va de formar. Formar a quien enseña. Porque el profesorado, en esos minutos de crisis, se convierte en bombero, guía y protector. Si no saben cómo actuar, no estamos protegiendo ni a ellos ni a sus alumnos.
Uno se orienta en el caos gracias a los puntos de referencia. Y en una evacuación, eso significa señalización clara, luminosa, normalizada. No vale con un cartelito pegado con cinta. Hace falta una estructura visual que hable por sí sola, incluso entre el humo.
¿Hay extintor? Que se vea. ¿Hay salida? Que se intuya desde lejos. ¿Hay una vía de evacuación? Que esté libre, accesible y bien indicada. Y si se va la luz, que el alumbrado de emergencia tome el relevo sin titubeos.
Esto, como tantas otras cosas, no se improvisa. Se instala con cabeza, se revisa con constancia y se repone cuando toca. Porque la prevención no entiende de excusas ni de presupuestos ajustados.
No todos los incendios son iguales. Y no todos los extintores sirven para todo. En un laboratorio, en una cocina o junto a una sala de servidores, no basta con tener “el de siempre”. Hace falta precisión. Diagnóstico. Elección inteligente.
El polvo ABC es versátil, sí, pero el CO₂ es el que debe estar junto al riesgo eléctrico. ¿Y cuántos hacen falta? ¿Dónde deben ir? ¿Quién los revisa? ¿Cada cuánto? Preguntas que no pueden quedarse sin respuesta en ningún colegio.
Porque no hablamos de estética. Hablamos de segundos cruciales en los que una llama se convierte en incendio. Y si el extintor no está donde debe, o si no funciona, ese segundo puede costar una vida.
Aquí no se permite la improvisación. Un plan de evacuación es como un guion de teatro de emergencia. Cada personaje tiene su rol. Cada movimiento está ensayado. Cada salida, estudiada. No se trata de asustar a los niños, sino de empoderarlos. De enseñarles que la seguridad también se aprende.
Los simulacros deben ser reales, frecuentes y tomados en serio. No es teatro, es entrenamiento. Porque cuando el pasillo se llena de humo, lo último que uno necesita es tener dudas. Aquí se corre, sí, pero con dirección. Con propósito. Y con esperanza.
Incluso los más pequeños deben saber qué hacer. No porque les toque, sino porque se lo debemos. Porque les debemos un entorno que no solo enseñe, sino que también proteja.
Todo lo anterior no vale un céntimo si se deja morir. La revisión, el mantenimiento y la actualización constante son los pilares que sostienen cualquier política de seguridad contra incendios en centros educativos.
Las normativas cambian, los edificios se transforman, las condiciones evolucionan. Y el sistema debe evolucionar con ellas. No se puede vivir del certificado de hace cinco años. Ni confiar en que “nunca pasa nada”. Porque cuando pasa, ya no hay marcha atrás.
No es gasto. Es inversión. Invertir en protección contra incendios en colegios e institutos no es lujo, es obligación. Moral, legal y educativa. Porque educar no es solo transmitir conocimientos, también es proteger el entorno en el que esos conocimientos se adquieren.
La seguridad contra incendios en centros educativos no puede ser una nota al pie. Tiene que estar en la cabecera. En la agenda. En la mente de todos. Desde los directores hasta el último operario de mantenimiento. Todos suman. Todos cuentan. Todos pueden evitar la tragedia.
Y si alguien aún duda, que se asome a un aula llena de niños riendo. Luego que piense si merece la pena escatimar en seguridad.